Los pájaros no cantan porque tengan una respuesta. Cantan porque tienen una canción.

DIRECCIONES DEL VUELO

14 de noviembre de 2011

Era el momento de querer.

Era algo condenado al fracaso desde el momento de su fabricación. Tan duradero como una sonrisa entre dos pasajeros que probablemente no vuelvan a verse. Tan fugaz como el manto de estrellas sobre dos gatos que se aman. Dos cuerpos llenos de una vida muerta, dándose todo lo que conocían, todo lo que torpetemente amasaban en sus manos de manera artesanal, con la rabia de la juventud, de los párpados abiertos, del corazón palpitante y compartido, del pulmón izquierdo a punto de reventar. Era el tiempo de las caídas por ir siempre a la carrera, de dejarse las lágrimas en cualquier lugar y junto a cualquier forastero, aquel tiempo en que todo parece bueno. La edad de no tener miedo a nada, del todo por descubrir. De los silencios sinceros, de las risas insolentes. Aquellos años en los que toda la sabiduría del universo se escondía en una estación de trenes, sobre una toalla o en unos labios cualquiera. Era el momento de querer.

Él le acariciaba la mejilla. Las lágrimas de ella no le tenían miedo a su mano, así que no dudaban en empapársela. Alrededor, sólo humo de locomotora. Una canción de Sarah Vaughan llegaba desde el transistor del vendedor de periódicos. La estación a rebosar de gente, pero la neblina no dejaba ver a más de diez centímetros de distancia. Justo la longitud que separaba sus cabezas.

- Vamos, no llores, Betsy. Salisbury no está tan lejos. Vendré a verte cada vez que reúna el dinero suficiente.

Pero Betsy sabía que Dermot no regresaría. Su alma era la de un lobo insaciable, y las almas no cambian sólo porque te mudes de Londres a Salisbury.

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