Sobre el muro que separa el paseo marítimo de la playa, dos gatos observan solemnes el reflejo de la luna en el océano. Cuando se miran a los ojos de cachorro de tigre que tienen, vuelven a verla. Es el reflejo de sus corazones que bombean a una peligrosa velocidad bajo sus pelajes, blanco e inexperto el de ella, de bucanero oscuro el de él. Las parejas pasean a sus espaldas, de antro en antro, buscando un lugar en el que hacerse promesas lejos de miradas indiscretas. Es la ventaja de ser gato, cualquier lugar es tu casa. Para él había sido así toda su callejera vida; para ella, ahora cualquier lugar al que la llevara él era su hogar.
- Si no odiara el agua bailaría con el reflejo de la luna toda la madrugada - se aventuró ella.
Habían llegado a una ciudad costera que aparecía en innumerables folletos turísticos pero que para ella era desconocida. Él la conocía. Solía colarse en el maletero de los autocares algún que otro fin de semana de verano para visitar a viejos compañeros de juergas. Y esta vez se la había traído a ella. Ni siquiera sabía por qué. Por ahí decían que se querían. Quizá fuera ésa la razón.
- He experimentado cosas desagradables en mi vida, pero ninguna lo es tanto como verte tragado por esa ridícula cantidad de agua, vapuleado por las olas. Prefiero surcarlas a ellas, y odio cuando es al revés.
Ella sonrío y miró de nuevo a la luna. Sorprendida sospechó que, sin quererlo, ella misma se había convertido en la ola indomable de alguien que no lo era tanto.
Soy de la luna y te amo.
ResponderEliminar